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Mitos del trabajo en equipo

Guido Stein

 

"Imagina que volamos en avión y se estrella: ¿a quién elegirías para dirigir la compañía?". Así es como el máximo ejecutivo de una de las empresas más admiradas del mundo iniciaba la primera e inesperada conversación con cada uno de los siete directivos que a su juicio podrían llegar a ser sus eventuales sucesores.

La primera intentona por parte del inconsciente candidato consistía invariablemente en una evasiva pero, al poco tiempo, persuadido por su interlocutor, entraba en harina. La confidencialidad estaba asegurada, pues ningún elegido deseaba dar ventaja a los demás, poniéndoles sobre aviso de las curiosas tácticas del jefe para elegir sucesor.

Las conversaciones duraban un par de horas, tiempo suficiente para elaborar unas primeras reflexiones acerca de cómo veía cada directivo el futuro de la compañía en cuanto a sus posibilidades de crecimiento, los riesgos que acechaban en el horizonte o las tendencias que se atisbaban.

De este modo, el consejero delegado empezaba a acopiar más evidencias acerca del talento de los candidatos como estrategas y de su pituitaria para descubrir oportunidades de negocio. También apuntaba conclusiones provisionales acerca de con quién podría formar equipo cada uno y qué directivos quedarían sentenciados ante una eventual elección.

A los tres meses, el consejero delegado repitió la misma operación, pero esta vez los siete involucrados fueron avisados con antelación y convocados a una reunión formal. Acudieron armados con reflexiones depuradas por escrito y con gran abundancia de datos que abonaban sus afirmaciones previas o las matizaban. La segunda oportunidad les permitía despejar las inquietudes que la improvisación de la primera reunión les habían causado.

La siguiente prueba en tan intrépida carrera consistió en una rotación de sus responsabilidades, con el fin de ser expuestos a nuevos equipos humanos y negocios diferentes. El zoom con el que habían sido enfocados proseguía su labor. Ahora la objetividad de los resultados a alcanzar se convertía en un criterio discriminador inexorable, sólo matizable por la capacidad de hacerse con las personas que en el nuevo entorno formaban su equipo.

Pasados quince meses, tres de los siete directivos fueron invitados a formar parte del consejo de administración. A diferencia de las carreras de caballos, aquellos lances en los que corren bípedos implumes por hacerse con el galardón (o sillón) se cobra víctimas siempre.

Los cuatro perdedores aterrizaron como altos ejecutivos o presidentes en compañías que aquí envidiaríamos.
El consejero delegado dio una vuelta de tuerca al aproximarse la recta final. Cuando el consejo de administración tenía lugar, algunos consejeros independientes que residían en ciudades distintas a donde se hallaba la central, pernoctaban en las casas de los tres finalistas para verles desenvolverse en su ámbito privado. El zoom aproximaba aún más la imagen.

Al cabo de un año, uno era el elegido, y cuatro meses después tomaba posesión del cargo de consejero delegado y presidente ejecutivo de la empresa más estudiada por las business schools. Veinte años después se repitió el proceso. Y nosotros seguimos repentizando.

 

Guido Stein

Profesor del IESE y presidente de Eunsa