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La integridad en el perfil de los directivos (1)
Ya entenderá el lector que la generalización es una licencia, pero dice Peter Drucker en su último libro: "Me horroriza la codicia de los ejecutivos de hoy día". La codicia lleva a la corrupción, y contra ésta situamos a la integridad, como señalamos a la diligencia contra la pereza. Y de la integridad vamos a hablar. Pensando en los perjuicios colectivos que su falta genera, termina uno de convencerse del valor de la misma como fortaleza del carácter: una fortaleza a la que podemos considerar asediada pero resistente y, sobre todo, alineada con el bien común. Se reconoce como valioso atributo personal y profesional, pero, aunque haya en las empresas personas íntegras y aun integérrimas, también hay, en efecto, individuos en los que la integridad se cuestiona o se echa de menos. Su ausencia parece efectivamente más perniciosa, y difícil de combatir, en quienes administran mayor cuota de poder; pero quizá convenga profundizar en este amplio concepto, que va más allá de la honradez, la lealtad y el acatamiento de códigos éticos. Parece que la integridad -Carter lo explica muy bien- exige distinguir entre lo que uno, meditadamente, considera justo/correcto y lo que considera incorrecto/inicuo, y elegir luego lo primero, aunque suponga algún coste personal; que exige además mantenerse en esa elección, aun en condiciones adversas y ante posibles presiones o tentaciones. No cabe pensar que cualquiera pierde la integridad en cuanto lo incorrecto nos resulte personalmente más ventajoso que lo correcto, porque no estaríamos ante un íntegro sino ante un corruptible; pero sí podemos aceptar que, en materia de integridad, pecamos más por defecto que por exceso. Si el lector no lo ha hecho ya, asomémonos juntos al pleno significado de esta fortaleza acudiendo a los expertos, y luego, cada uno, si lo desea, podrá reflexionar sobre su visión de lo correcto y lo incorrecto -que nadie confundirá con lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto-, e incluso sobre su grado de integridad. De entrada, quizá convengamos en que una persona íntegra -que lo es aunque no la vean- es una persona de principios, de palabra, de fiar, incorruptible, que obra en conciencia, que llama pan al pan y vino al vino, que no elude su responsabilidad. Atendiendo también a la etimología, un individuo íntegro sería una persona entera, sólida, sin fisuras ni sombras en su conciencia, coherente, consecuente. O sea que, sin la integridad, no estamos propiamente completos como seres humanos; aunque no faltará quien piense que de humanos es precisamente sucumbir a las tentaciones... Uno -52 años- recuerda aquellos personajes de las películas del oeste, interpretados por Wayne, Cooper, Heston (que también encarnó a nuestro íntegro Cid Campeador), Ladd, Fonda, Stewart...: eran hombres íntegros: eran los buenos de la película. Los malos eran tipos depravados, perversos, corrompidos. El que nos ocupa -la integridad- parece precisamente integrar a una noble familia de virtuosos atributos o fortalezas del carácter: honradez, templanza, autenticidad, valor, justicia, responsabilidad, lealtad, autodisciplina, compromiso, perseverancia, altruismo... De todo esto habría en la integridad. Integridad y corrupción La integridad y la corrupción son dos conceptos contrarios y amplios, pero podemos definirlos dejando un espacio, una zona intermedia, en que nos ubiquemos si no nos caracteriza ni lo uno ni lo otro, porque hay grises entre el blanco y el negro. Los teóricos dicen, ciertamente y además, que lo positivo es algo más que la ausencia de lo negativo. Y confesemos ya, como posicionamiento previo, que a nosotros no nos parecería, por ejemplo, corrupto un empresario de modesta empresa que hubiera de pagar comisiones para obtener pedidos y mantener los puestos de trabajo; pero ya hemos apuntado que es el propio sujeto quien determina lo que resulta correcto/justo o incorrecto/injusto en cada caso (con el consiguiente riesgo de error), y opta luego por lo primero (opción de integridad) o, no obstante y por diferentes razones, por lo segundo (opción de no integridad). Naturalmente, no vale engañarse a sí mismo, tratando de ver siempre como correcto lo que finalmente uno ha decidido que va a hacer porque le conviene más. (De modo que, a diferencia de la creatividad o el liderazgo, no tenemos una concepción sistémica de la integridad. Aunque tanto la corrupción como la integridad se hacen visibles, uno es íntegro o no lo es, con independencia del juicio de los demás; por el contrario, necesita a los demás para certificar su liderazgo o su creatividad). Pero ya estará pensando el lector que la integridad alcanza realmente su brillo acompañada de complementos como la amplitud de miras, el buen juicio y la prudencia. Alguien podrá asimismo pensar que, siendo la corrupción contagiosa -tanto aquella en que hay beneficio por medio, como la mera degeneración de usos y costumbres-, cada día resulta más difícil ser íntegro; pero podemos convenir en que, si todos lo fuéramos en suficiente medida, las cosas irían, sin duda, bastante mejor: pensemos en el desperdicio de recursos varios que la falta de integridad, entre otras consecuencias, genera en las organizaciones, incluida la desconexión emocional de las personas y la pérdida del espíritu de comunidad. En principio y por lo tanto, la integridad parece tan saludable como defectible, también mensurable y perfectible, y quizá asimismo, en algún caso y en ciertas dosis, arriesgada y contraindicada. Aunque podamos situarla, por su naturaleza, en el terreno del autodominio y las relaciones con nosotros mismos, la integridad, al manifestar su presencia o ausencia, regula las relaciones con los clientes, proveedores, colegas, jefes y subordinados, en nuestro desempeño profesional. Hay, obviamente, relaciones marcadas por la integridad y la confianza, y otras marcadas por el interés espurio y la desconfianza. Sostiene Robert K. Cooper (Executive EQ) que casi todos los directivos creen obrar siempre con integridad; pero aceptemos que nos suele fallar la conciencia de nosotros mismos, el autoconocimiento. La verdad es que, por un lado, cada uno de nosotros tiene su propia visión de la realidad y de lo que es justo e injusto, por otro, no siempre elegimos lo que nos parece más justo al tomar decisiones, y por otro más, a veces incurrimos en el autoengaño, queriendo ver como justas y acertadas nuestras decisiones. En definitiva, no parece baladí entrar más a fondo en el concepto que nos ocupa, y ya lo estamos intentando, poco a poco. No nos quedaremos en "entereza y rectitud bajo el influjo de la ética y la moral": accederemos a mayor concreción. Todavía marcando la distancia entre la integridad y la corrupción, imaginemos una escala que, del defecto al exceso, partiera de la alta corrupción (estafa, fraude, extorsiones, artificios contables, cohecho...) para llegar, en el otro extremo, al integrismo radical, pasando por la corrupción económica de menor dimensión, la complicidad interesada, la preeminencia de intereses personales, la irresponsabilidad, la gandulería, el deterioro de los buenos usos y costumbres, el mero cumplimiento de las normas y leyes... y, desde luego, la propia integridad en diferentes medidas, incluida la más adecuada: una adecuada manifestación sobre la que cuesta ponerse de acuerdo. Por ejemplo, no descartaríamos, por aquello de la amplitud de miras, que la integridad nos moviera, por justa causa, a sortear alguna norma o instrucción, aunque sí habrá quien lo descarte; ni descartaríamos que la integridad nos llevara a la denuncia interna de hechos poco éticos en las organizaciones, aunque también habrá quien lo descarte. Añadamos que, aunque este improvisado intento de ubicación moral de la integridad resultara inicialmente aceptable, no podemos perder de vista que es más dañina (o así nos lo parece), en su hipotético caso, la irresponsabilidad o negligencia de un directivo (cosa infrecuente), que la corrupción, que lo es, de un empleado que acepta el 5 % de comisión en sus pedidos de material de oficina, a cambio de informar al proveedor sobre la evolución del stock. En este tema de las comisiones, lo que nos parecería especialmente grave sería que un ejecutivo contratara servicios de dudosa necesidad y elevado coste, para llevarse jugosas comisiones; porque, en ese supuesto y por formular otro más increíble, a la empresa le saldría más barato darle su parte al directivo y no contratar el servicio. Claro que... hay personas que parecen insaciables. Integridad, profesionalidad y bien común Habíamos hablado de relaciones interpersonales en el desempeño profesional. La profesionalidad exige que, siendo todo lo cordiales que se desee, sean serias, es decir, sin dobleces, auténticas; de modo que alineamos la profesionalidad con la integridad, lejos de desórdenes de conducta que apunten a beneficios de personas en perjuicio de la colectividad. Todo esto es quizá discutible: habrá quien piense que se puede ser buen profesional siendo corrupto, si uno hace bien su trabajo. Nosotros preferimos adherirnos a los teóricos que vinculan el ejercicio profesional con el bien común (DeGeorge, Den Uyl...), lejos de quienes observan la empresa como una especie de máquina para producir beneficios (John Ladd). Aunque haya seguidores para las diferentes teorías, parece oportuno insistir en que el bien común, la conciencia de comunidad y los valores compartidos, incluida la integridad, se postulan cada vez más como medio para procurar larga vida a las organizaciones. Al respecto, nos han interesado las ideas de Richard Barrett en su libro Liberating the Corporate Soul, editado en español por Héctor Infer, de SMS (recibe, Héctor, un cordial saludo, y disculpe el lector este paréntesis); pero son ciertamente muchos los empresarios, de nuestro país y de otros, que apuestan con decisión por la honestidad y el bien común. "El comportamiento ético al final quiere decir transparencia, bien común", dice Rafael Benavent, de Gres de Nules-Keraben. Simplificando mucho, pensamos que los íntegros se preocupan por el bien común y que los corruptos se ocupan de su bien particular... y que, como ya hemos comentado, hay grises entre el blanco y el negro. Educación aparte, tal vez los íntegros lo son porque han nacido así, posible consecuencia de la geométrica situación de los planetas en su carta natal (lo de los aspectos), y... qué se le va a hacer. Pero los empresarios y las empresas que apuestan por la integridad (no pensamos en las empresas que la proclaman, sino en las que la cultivan: dos conjuntos que se solapan) saben conciliar en idónea armonía el bien común y el propio legítimo, que se pueden nutrir mutuamente y generar satisfacción en el entorno. En cambio, en el entorno de los corruptos sólo queda satisfacción para quienes, en su caso, participan del provecho. Hay, señalémoslo, ejercicios profesionales, no sólo en el sector público, en que la integridad resulta singularmente inexcusable, y su ausencia especialmente escandalosa y detestable. Vaya, que si se agradece la empatía en los médicos, con más convicción se demanda la integridad en aquellos a quienes se otorga más poder: políticos, administradores de justicia, directivos, periodistas, agentes de policía... También se agradece la integridad en los talleres de reparación de automóviles, electrodomésticos, etc. |